LA SANTA BIBLIA

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sábado, 12 de enero de 2019

EL QUE CREE EN EL HIJO TIENE VIDA ETERNA

(Jn 3:31-36) "El que de arriba viene, es sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla; el que viene del cielo, es sobre todos. Y lo que vio y oyó, esto testifica; y nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio, éste atestigua que Dios es veraz. Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla; pues Dios no da el Espíritu por medida. El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él." En este nuevo pasaje es difícil determinar si estas palabras fueron pronunciadas por Juan el Bautista o si por el contrario son las reflexiones de Juan el evangelista. Cualquiera de las dos opciones es válida, puesto que ambos podrían suscribir sin dificultades las verdades aquí expresadas. En cuanto al contenido de nuestro texto, encontramos que nuevamente se destacan las diferencias fundamentales entre Juan el Bautista, el último y más grande de los profetas del Antiguo Testamento, y la divina persona de Cristo, el Hijo de Dios. El tema central de estas diferencias tiene que ver con la infinita superioridad de la revelación traída por Cristo en comparación con cualquier otro hombre que hubiera hablado de parte de Dios antes de su venida. "El que de arriba viene, es sobre todos" Como decíamos, continúa el contraste entre Jesús y el Bautista. Primeramente vemos cómo su origen determina su naturaleza. Así pues, el heraldo "es de la tierra", y por lo tanto "es terrenal", lo que quiere decir que es simplemente un hombre. En comparación, el Señor "viene del cielo" y la deducción lógica es que tiene una naturaleza divina y por lo tanto "es sobre todos". Con esta afirmación, el evangelista le está señalando como el supremo Soberano que tiene autoridad sobre todas las criaturas que él mismo ha creado. Veamos cómo el apóstol Pablo suscribió esta misma verdad: (Col 1:15-16) "Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él." Sin embargo, parece que la intención de Juan aquí no es tratar la preeminencia del Hijo en relación con la creación material o inmaterial, sino la suprema autoridad de su revelación en comparación con cualquier otro testimonio verídico dado por los profetas que le habían precedido. Su conclusión es que el origen de una persona determina también la naturaleza de sus palabras: "el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla", pero en contraste, "el que viene del cielo, es sobre todos" y puede hablar de "lo que vio y oyó" en la misma presencia del Padre, es decir, de cosas celestiales. Esto fue también algo que el Señor había tratado de hacer entender a Nicodemo durante su entrevista: (Jn 3:11-13) "De cierto, de cierto te digo, que lo que sabemos hablamos, y lo que hemos visto, testificamos; y no recibís nuestro testimonio. Si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales? Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo." En este sentido, Juan el Bautista era simplemente "una voz que hablaba en el desierto", un eco de la voz celestial que llegaba desde el cielo. Por lo tanto, no ofrecía la claridad y profundidad del "Verbo" encarnado que había estado durante toda la eternidad en el seno del Padre y que con suma claridad le daba a conocer (Jn 1:18). "Y lo que vio y oyó, esto testifica" La autoridad divina con la que Cristo hablaba no se podía comparar con la de ningún otro hombre. La razón estaba precisamente en que él había venido de "arriba", del cielo. Por supuesto, con esto no se niega que "los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo" (2 P 1:21), pero sí que se coloca la revelación que Dios nos ha dado a través de su Hijo como muy superior y definitiva. Veamos cómo lo expresa el autor de Hebreos: (He 1:1-2) "Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo" Podríamos comparar la revelación que Dios ha ido dando al hombre a lo largo de la historia con el recorrido que hace cada día el sol desde que sale hasta que llega a su clímax al mediodía. Todos sabemos que los primeros rayos de la mañana no iluminan lo mismo que cuando el sol está en su cenit. Y de la misma manera, la luz de la revelación divina alcanza su mayor fuerza y claridad con la venida de Cristo. Notemos, sin embargo, que ya sea que Dios hablara por medio de los profetas, o de su propio Hijo, se trata siempre de la misma revelación, y no hay diferencias de contenido. En todos los casos es una revelación que tiene origen celestial. Y tiene que ser necesariamente así, porque ningún hombre puede conocer la mente de Dios a no ser que él mismo tome la iniciativa de darse a conocer primero. Es cuando el hombre deja correr su imaginación en un vano intento de determinar cómo es Dios, cuando empiezan a surgir nuevas religiones en el mundo. Pero todo lo que salga del corazón humano, o de su sabiduría terrenal, está manchado por el pecado y siempre estará lejos de darnos una idea real de quién es Dios. Tenemos un claro ejemplo de esto en los dioses del panteón griego, que por supuesto no eran reales, sino producto de la imaginación del hombre que los creó con sus mismas debilidades y bajezas, aunque con más poder. Por esa razón, no podían hacer nada por los hombres y con el tiempo quedaron en el olvido, sin que nadie los adore o crea en ellos desde hace siglos. Pero en contraste, la revelación divina que nos ha llegado a través de la Biblia, siempre ha sobresalido de forma asombrosa en todas las épocas y culturas, siendo en verdad la Palabra de Dios que nos llega de la eternidad. No se trata de opiniones humanas que son válidas durante un tiempo y en cierta cultura concreta, para después quedar obsoletas, sino que es una revelación de la mente divina que se expresa en términos absolutos y que permanece para siempre. (Mt 24:35) "El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán." "Y nadie recibe su testimonio" El evangelista utiliza una hipérbole para mostrar la dura oposición de los hombres a la revelación divina. Y como sabemos, no es la primera vez que expresa esto mismo: (Jn 1:9-11) "Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron." (Jn 3:19) "Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombre amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas." Parece que el evangelista se hace eco del profundo lamento de Dios al ver la obstinada incredulidad de la mayoría de los hombres. ¿Cómo puede ser que después de que Dios haya hablado de una forma tan clara, el hombre todavía lo rechace? La razón no es que Dios haya fallado en darse a conocer, sino que el hombre no quiere creer por la maldad de su propio corazón. Veamos el diagnóstico que hizo el apóstol Pablo: (Ro 1:19,21) "Porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó... Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamiento, y su necio corazón fue entenebrecido" Y aun también entre los que dicen creer en Cristo, hay muchos que seguramente no son auténticos cristianos. Esto mismo ya pasaba en la época de Jesús, cuando había hombres que por algún tiempo se sentían emocionados y le seguían en busca de milagros, o impresionados por algún aspecto de su ministerio, pero que después, cuando comprendían las demandas del evangelio, le abandonaban (Jn 2:23-25) (Jn 6:66-71) (Jn 8:31-38). Lo que nos dice este versículo es que los verdaderos cristianos siempre han sido "manada pequeña" (Lc 12:32). Por esta razón, tal vez debamos dudar del cristianismo de masas tan popular en algunos lugares de nuestro mundo hoy en día. "El que recibe su testimonio, éste atestigua que Dios es veraz" Siempre hay excepciones a la incredulidad, y este versículo trata de los que sí que reciben su testimonio, de aquellos que son verdaderos creyentes y que se benefician de todo lo que Dios dice en su Palabra. Juan nos dice que éstos atestiguan que Dios es veraz. Para ello usa una metáfora que era común entonces. Se trata del sello que alguien colocaba sobre algo para mostrar su autenticidad. Dios envió a su Hijo al mundo y lo "señaló" (Jn 6:27), poniendo su sello de aprobación sobre él, verificando que es su mensajero y por lo tanto digno de todo crédito. Ahora, los que creen en él, aceptan que el testimonio que Cristo da es veraz. En esto consiste la fe que salva: Dios ha puesto su sello sobre Cristo, y ahora nosotros debemos ponerlo también sobre él. La fe auténtica consiste en hablar lo mismo que Dios, estar de acuerdo con lo que él ha dicho, creerlo y obedecerlo en nuestras vidas. Esta misma verdad, pero vista desde una perspectiva negativa, la encontramos en otro de los escritos de Juan: (1 Jn 5:10) "El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo." Notemos la seriedad de no creer en el testimonio que Dios ha dado a través de su propio Hijo. No es otra cosa que hacer a Dios mentiroso, lo cual es extremadamente grave. No puede haber una revelación más clara que la que Dios nos ha dado a través de su Hijo unigénito, por lo tanto, rechazarla tendrá implicaciones terribles para aquel que lo haga, tal como más adelante nos va a decir el mismo evangelista en este pasaje: "el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él". "Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla" El Señor siempre tuvo plena consciencia de que había sido enviado a este mundo con una misión. Una y otra vez se refería al hecho de que había sido enviado por el Padre "para dar testimonio de la verdad" (Jn 18:37). Tal vez esta insistencia se deba a que en su mente había quedado grabada de forma muy especial la escena final cuando el Padre se separó del Hijo para enviarlo a este mundo. Durante toda su vida aquí en la tierra, él nunca tuvo duda de que "había salido de Dios y a Dios iba" (Jn 13:3). Pero su insistencia en recordar constantemente a sus oyentes que había sido enviado por Dios, tenía el propósito de mostrarles que él no era un mensajero de sí mismo. Fue enviado para revelarnos al Padre, y como buen mensajero, no hablaba sus propias palabras, sino "las palabras de Dios". Al decirnos esto, quiere llevarnos a depositar nuestra confianza en Cristo y no buscar la salvación en ninguna otra parte. Quiere que dejemos todo lo demás a un lado, por muy sabio y erudito que pudiera parecer, y sigamos lo que él nos ha dicho acerca del Padre. "Pues Dios no da el Espíritu por medida" Para mostrarnos la suprema autoridad de la revelación dada por Cristo, ahora el evangelista añade otro detalle más: aquel a quien Dios envió de esta forma tan especial, no recibe el Espíritu por medida. Dios ha dado a Cristo el Espíritu Santo en toda su plenitud de una manera que no lo ha hecho con nadie más. No podía ser de otro modo, ya que el Hijo y el Espíritu Santo son personas de la Trinidad, y la relación entre ellas es plena y absoluta. Cuando pensamos en el Señor Jesucristo nos damos cuenta de que el Espíritu Santo estuvo presente en su vida terrenal en todo momento de una forma plena: Fue concebido del Espíritu Santo (Mt 1:18). Ungido por Espíritu Santo en su bautismo (Mt 3:16). Conducido por el Espíritu Santo al desierto (Mt 4:1). Llenado del Espíritu Santo para llevar el mensaje de salvación (Lc 4:18-21). Fue ofrecido en la cruz por el Espíritu Santo (He 9:14). Levantado de entre los muertos por el Espíritu de Santidad (Ro 1:4). Como culminación de su obra bautiza con el Espíritu Santo (Mr 1:8). En nuestro propio caso, sí que recibimos el Espíritu Santo por medida, pero no es porque Dios no quiera llenarnos más de él, sino debido al tamaño tan exiguo de nuestro "vaso" para recibirle. En cualquier caso, podemos tener de él todo lo que nuestras exigencias demanden y nuestra fe pueda recibir. No hay ningún límite sino el que nosotros mismos imponemos por nuestra actitud carnal. Encontramos una hermosa ilustración de esto en la historia del Antiguo Testamento cuando una viuda pobre pidió ayuda la profeta Eliseo (2 R 4:1-7). Aquella mujer sólo tenía una vasija con aceite, pero el profeta le mandó que buscara tantas vasijas vacías como pudiera y las llenara con el aceite que tenía. Milagrosamente el aceite se fue multiplicando hasta llenar todas las vasijas que la viuda había conseguido. Y del mismo modo hará con nosotros mientras deseemos más de su Espíritu Santo para glorificarle. "El Padre ama al Hijo y todas las cosas ha entregado en su mano" Aun los más grandes de los profetas sólo fueron siervos fieles de Dios, pero Jesús es el Hijo y en virtud de ello, tiene una relación especial con el Padre. Veamos cómo lo expresa el autor de Hebreos: (He 3:5-6) "Y Moisés a la verdad fue fiel en toda la casa de Dios, como siervo, para testimonio de lo que se iba a decir; pero Cristo como hijo sobre su casa..." Dios ha señalado al Hijo como el Administrador y Mediador en todo lo concerniente al plan de la redención. Esto es lo que significa que "todas las cosas ha entregado en su mano". Y de esa manera lo ha exaltado y le ha constituido Señor de todos (Hch 2:36) (Fil 2:9-11). Por supuesto, como Hijo de Dios, todo lo que existe le correspondía desde la eternidad, pero como Hombre, después de su encarnación, Dios el Padre ha decidido que en él, en el Dios-Hombre, habite también toda la plenitud en relación con la Salvación de los hombres (Col 2:9-10). Las Escrituras incluyen numerosos pasajes en los que podemos ver cómo el Padre había dado al Hijo todas las cosas. Veamos algunos ejemplos: (Lc 10:22) "Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar". (Jn 17:8) "Las palabras que me diste, les he dado; y ellos las recibieron..." (Jn 17:22) "La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno". (Jn 5:22,27) "Todo el juicio dio al Hijo"... "Le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre". (Mt 28:18-19) "Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones..." (Ef 1:22) "Y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia..." Algunos han querido ver en el hecho de que sea el Padre quien da todas las cosas al Hijo una relación de inferioridad. Pero Juan nos aclara que no es de eso de lo que está tratando, sino del amor que el Padre tiene por el Hijo. Este amor había existido por toda la eternidad, y no disminuyó en el estado de humillación del Hijo, sino que podemos decir que, de alguna manera, se aumentó en extensión para cobijar en el mismo amor a la naturaleza humana del Hijo. "El que cree en el Hijo tiene vida eterna" Todos los argumentos expuestos anteriormente han servido para demostrar que la revelación divina proporcionada por Cristo es infalible, segura y cierta, y así hay que recibirla. Este el medio por el que el hombre llega a tener la vida eterna. Sólo por la fe en Cristo el hombre puede disfrutar de todas las bendiciones de Dios. A esto se refiere la frase "todas las cosas" que el Padre ha puesto en las manos del Hijo. Fuera de Cristo, no hay bendición alguna para el hombre ni esperanza de vida eterna. (Col 2:9-10) "Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros estáis completos en él..." Por otro lado, notemos también que para tener la seguridad de la vida eterna no es necesario esperar al momento de la muerte. El versículo no dice "tendrá", sino "tiene" vida eterna. Cualquiera que cree en él ya puede a disfrutar de esta vida, que es la participación en la misma vida del Dios eterno, para siempre. En el mismo instante en que una persona entrega su vida a Cristo ya tiene el perdón de todos sus pecados, la paz con Dios, el derecho a entrar en el cielo, la adopción como hijo, la justificación... Lo tiene aquí y ahora y para toda la eternidad. Los creyentes ya tienen la certeza de su salvación, sin temer al futuro juicio que vendrá sobre todos los hombres. Esta es una hermosa promesa de seguridad. Es cierto que cuando en ocasiones compartimos el evangelio con nuestros amigos y les decimos que estamos seguros de que vamos a ir al cielo, ellos piensan con frecuencia que somos unos orgullosos y que nos creemos muy buenas personas. Pero la realidad es justo la contraria. La razón por la que acudimos a Cristo y confiamos en su sacrificio para nuestra salvación es porque somos pecadores que merecemos una justa condenación. Pero cuando le entregamos nuestras vidas manchadas, confiando en su sacrificio en la cruz a nuestro favor, el nos juzga como culpables, pero la pena que merece nuestra culpa es asumida por él, de tal manera que nosotros quedamos libres para siempre. Por eso, no es que tengamos un elevado concepto de nosotros mismos, sino más bien que confiamos en la grandeza y suficiencia de la obra de la cruz para perdonar todos nuestros pecados. Por eso estamos seguros de que iremos al cielo; por su sacrificio en la cruz a nuestro favor, y porque él mismo lo ha dicho: "El que cree en el Hijo tiene vida eterna". "Pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida" Y de la misma manera, quien no quiere creer en el Hijo, no tendrá que esperar hasta el día del juicio final para saber que no verá la vida. La salvación y la condenación son realidades presentes. Mucha gente piensa que el destino eterno de una persona se decidirá después de la muerte, cuando se haga un recuento de todas sus obras, buenas y malas, y se decida hacia qué lugar se inclina la balanza. Pero esto no es lo que dijo el Señor Jesucristo. La salvación nunca es por las buenas obras que hayamos realizado en esta vida, porque el más leve pecado nos incapacita para estar en la presencia del Dios santo por toda la eternidad. Está claro que el hombre no puede salvarse por sí mismo, necesita un Salvador, y éste sólo puede ser Cristo. Sólo él, en virtud de su doble naturaleza, humana y divina, y de la obra que ha realizado en la cruz para nuestra redención, puede ofrecer salvación gratuita a todos los que confían únicamente en él. Sólo podemos ser salvos por medio de la fe, no por obras, para que nadie se gloríe (Ef 2:8-9). Notemos que Juan está concluyendo su razonamiento. Nos ha hablado de la excelencia de la revelación dada por medio de Cristo. Aceptarla tiene consecuencias importantes, de igual manera que rechazarla. Esto ya había sido anunciado por Moisés cuando hablaba de un profeta que vendría después de él y al que todos los judíos esperaban. Fijémonos en cuáles serían las consecuencias de rechazarle: (Dt 18:15,19) "Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios; a él oiréis... Mas a cualquiera que no oyere mis palabras que él hablare en mi nombre, yo le pediré cuentas." La decisión que los hombres toman en relación a Jesús determina su destino eterno. "Sino que la ira de Dios está sobre él" Por último, el evangelista explica que quien no quiere obedecer al Hijo y rehúsa creer en él, no sólo no verá la vida, sino que "la ira de Dios está sobre él". Con esto llegamos a un tema tremendamente impopular y que desagrada a muchas personas: "la ira de Dios". Lo consideran arcaico, anclado en las páginas más oscuras del Antiguo Testamento, perteneciente a un Dios vengativo con el que no se pueden sentir identificados. Tal es así que incluso muchos cristianos en la actualidad evitan hablar de ello. Pero lo cierto es que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento destacan la realidad y el terror de la ira de Dios. Los escritores bíblicos no sentían ninguna inhibición al tratar el tema, y por lo tanto no lo suavizan ni lo eluden. Así que, si nosotros queremos ser fieles a lo que la Palabra de Dios enseña, tendremos que estudiarlo, aceptarlo y predicarlo, aunque con ello estemos desagradando a alguien. Veamos entonces qué es lo que la Biblia nos dice acerca la "la ira de Dios". 1. El hombre incrédulo está bajo la constante ira de Dios De la misma manera que "el que cree en el Hijo tiene vida eterna" aquí y ahora, también "el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida" en el futuro eterno, "sino que la ira de Dios está sobre él" ya en el tiempo presente. Veamos otras afirmaciones similares en la Biblia: (Sal 7:11) "Dios es juez justo, y Dios está airado contra el impío todos los días." (Ro 1:18) "Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad" Debemos preguntarnos de qué manera "la ira de Dios se revela desde el cielo" en este momento presente. Y en la misma la carta de Pablo a los Romanos nos da algunas ideas. Por un lado nos dice que lo hace mediante la administración estatal de la justicia: (Ro 13:3-4) "Porque los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo. ¿Quieres, pues, no temer la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella; porque es servidor de Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo." Sin embargo, en muchas ocasiones, hay sociedades enteras que rechazan los principios de Dios y "hacen agravio bajo forma de ley" (Sal 94:20), de tal manera que la maldad queda sin castigo. En estas circunstancias la ira de Dios se revela mediante el deterioro moral de la sociedad. El hombre rechaza a Dios, y Dios le deja libre para que dé rienda suelta a las preferencias corruptas de su corazón pecaminoso. De esta manera, pronto la inmoralidad se manifiesta en sus prácticas más groseras y la sociedad entra en un proceso de corrupción, degeneración y decadencia que devalúa terriblemente la dignidad humana (Ro 1:18-32). No puede ser de otra manera; si los hombres rechazan la influencia moral de Dios en sus vidas y sociedades, entonces él los entrega "a la inmundicia" (Ro 1:24), "a pasiones vergonzosas" (Ro 1:26), "a una mente reprobada" (Ro 1:28), "recibiendo en sí mismos la retribución debida a su extravío" (Ro 1:27). Cualquiera que lea el pasaje completo de la epístola a los Romanos y lo compare con la situación actual de la humanidad, no tendrá dificultad en ver cómo la ira de Dios está operando con fuerza en nuestro mundo en el momento presente. 2. La ira de Dios se perpetuará por toda la eternidad Habiendo dicho lo anterior, debemos admitir que hay muchas injusticias y pecados que no parecen haber recibido ningún tipo de castigo por parte de Dios en este mundo. Esto es porque el tiempo presente constituye el preámbulo al Juicio Final de Dios donde ya no quedará ninguna causa pendiente. La gran diferencia entre ambos momentos es que ahora hay posibilidad de arrepentimiento, pero entonces ya no la habrá. (Ro 2:4-5) "¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento? Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios." Esto también ha sido cuestionado por muchas personas. Dicen que no es justo por parte de Dios que castigue a alguien durante toda la eternidad por pecados, por muy grandes que éstos sean, que han sido cometidos durante el breve período de la vida en esta tierra. Pero esta objeción se basa en varias premisas falsas. En primer lugar, da por sentado que aunque en esta vida la persona haya pecado y rechazado a Dios y a Cristo, sin embargo cesará de pecar y de ser pecador en la vida venidera. Pero esto no es cierto. Y en segundo lugar, asume también que a pesar de que durante esta vida han rechazado arrepentirse, sin embargo lo harán en la vida venidera. Pero eso tampoco es cierto. Aquellos que han rechazado al Salvador y negado a Dios aquí, seguirán haciéndolo después. Recordemos la historia que contó el Señor Jesucristo acerca del hombre rico que después de su muerte fue separado de Dios y atormentado, pero a pesar de ello no mostraba ningún tipo de arrepentimiento genuino (Lc 16:19-31). 3. La ira de Dios es un atributo necesario Como decíamos más arriba, seguramente muchos de nuestros lectores se sienten incómodos por este tema, pero la realidad es que la ira de Dios es una parte necesaria de su perfección moral. Pensémoslo bien, ¿cómo podemos creer que Dios es moralmente perfecto si no se indigna ante el mal? ¿Qué evidencia tendríamos de que Dios ama la justicia si no hace nada contra la injusticia? Todos nosotros desde una edad temprana desarrollamos un fuerte sentimiento de lo que es justo y lo que no lo es. ¿Quién no ha oído alguna vez a un niño quejarse de que algo que le ocurría no le parecía justo? Cuando pasamos a la edad adulta seguimos pensando lo mismo, aunque después de haber visto tantas injusticias sin resolver, hemos perdido la convicción de que protestar pueda servir de algo, pero aun así, aunque nos resignemos porque no podemos hacer nada para arreglarlo, dentro de nosotros mismos seguimos protestando: "No es justo". Se verbalice o no, todos compartimos el sentimiento de que la injusticia no se debe permitir y que alguien debería hacer algo; no se debe permitir que los ladrones, los asesinos, los pederastas, los violadores, los genocidas, los adúlteros, los mentirosos y todos los demás perpetradores del mal queden sin castigo. Es evidente que muchas personas tremendamente injustas han abandonado este mundo sin haber recibido ningún tipo de castigo. ¿Debemos concluir entonces que la justicia ha sido burlada para siempre? Dentro de nosotros mismos sabemos que esto no debería quedar así. Hasta los mismos ateos estarían de acuerdo en esto. Y según la Biblia, Dios mismo, que es quien ha puesto en nosotros el sentido de lo que es correcto y lo que es incorrecto, él vindicará su ley finalmente en el Juicio Final. Y si realmente nos importa la justicia, este hecho debería alegrarnos profundamente. Uno de los salmistas expresaba poéticamente su satisfacción cuando pensaba en esto: (Sal 98:5-9) "Cantad salmos a Jehová con arpa; con arpa y voz de cántico. Aclamad con trompetas y sonidos de bocina, delante del rey Jehová. Brame el mar y su plenitud, el mundo y los que en él habitan; los ríos batan las manos, los montes todos hagan regocijo delante de Jehová, porque vino a juzgar la tierra. Juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con rectitud." La verdad, es que visto desde esta perspectiva, no debería haber ningún motivo para que alguien se opusiera a que finalmente Dios juzgue y castigue a los culpables. Bueno, salvo aquellos que ya sospechan de antemano que pueden salir malparados en un juicio así. Y aquí es donde está realmente el problema por el que muchas personas repudian esta faceta del carácter de Dios: saben en lo profundo de sus corazones que en ese día no sólo serán juzgados y condenados los grandes genocidas de la humanidad, sino también todos aquellos que han cometido pecados que socialmente son bien vistos, o pecados que ellos consideran que no son excesivamente graves, como la mentira, la codicia... La cuestión es que Dios juzgará a todos los hombres, y lo hará en base a su propia ley revelada en la Biblia, y esto es lo que asusta a las personas. Es por eso que muchos idean objeciones para intentar demostrase a sí mismos que no puede haber tal cosa como un castigo eterno. Pero nuestra insistencia en negarnos a aceptar este juicio no hará cambiar en absoluto lo que Dios ha dicho que va a hacer, porque su propia santidad y justicia se lo demandan. Si no lo hiciera, o si lo hiciera parcialmente, todo el carácter moral de Dios quedaría en entredicho, y Dios no es así. 4. La ira de Dios es justa Otra de las razones por las que a muchas personas de nuestro tiempo les desagrada el tema de la ira de Dios es porque piensan que es un comportamiento indigno de él. Pero seguramente esto es porque creen que la ira de Dios se trata de una reacción desenfrenada, un arrebato de enojo similar al que nosotros los humanos expresamos con demasiada frecuencia. Sin embargo, hay que decir que nada de todo esto tiene que ver con el concepto bíblico de la ira de Dios. En su caso, la ira constituye una reacción moralmente correcta y necesaria contra la maldad. En la Biblia la ira de Dios es siempre judicial, es decir, es la actitud del juez cuando condena al culpable. Se trata de la justa retribución por el pecado cometido y se basa en principios que Dios mismo ha expuesto ante todos los hombres con anterioridad. (Ro 2:5-6) "Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno conforme a sus obras" Además, el juicio y el castigo de Dios sobre el pecado no sólo será justo, sino también proporcional. El Señor Jesucristo mismo dejó claro que la retribución sería en proporción con el merecimiento individual. (Lc 12:47-48) "Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes. Mas el que sin conocerla hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco; porque a todo aquel a quien se le haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá." Y a diferencia de los juicios humanos, la omnisciencia de Dios garantiza que no habrá ningún tipo de equivocación. Aunque también hay que decir que en base al conocimiento absoluto que Dios tiene de todas las cosas, no sólo juzgará los actos externos de los hombres, sino también sus pensamientos y motivaciones. (Ro 2:16) "... En el día en que Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio" Por último, hay que decir que Dios no desea condenar a nadie, sino que todos los hombres sean salvos (Jn 3:17). Por lo tanto, son ellos mismos quienes deciden sufrir bajo la ira de Dios cuando libremente rechazan la luz que Dios hace brillar en su corazón. (Jn 3:18-19) "El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas." El juicio que Dios dicta contra ellos es el que previamente ellos mismos han querido. En último término, todo lo que Dios hace es sentenciar y ejecutar las consecuencias plenas de la elección que cada uno ha tomado. ¿No sería injusto por parte de Dios salvar a personas que no desean ser salvadas? ¿Sería justo que Dios no respetara la libertad de elección que le ha dado al hombre y le obligara a vivir toda la eternidad conforme a unos principios que realmente aborrece? Lo justo es que Dios les dé exactamente aquello que ellos han escogido. 5. La ira de Dios no es incompatible con su amor Hay personas a las que el pensamiento de la ira de Dios les parece totalmente incompatible con el amor de Dios. Según ellos, su amor debe llevarle a perdonar a los pecadores. Algunos llegan más lejos y afirman que tiene la obligación de hacerlo, porque para eso es Dios. Bueno, la primera cosa que debemos aclarar es que la ira de Dios no es incompatible con el amor de Dios. Si lo pensamos bien, amar intensamente la santidad, implica necesariamente odiar con la misma intensidad el pecado. No puede ser de otra manera. Y por otro lado, Dios es ciertamente un Dios de amor, y nadie nos ha dicho más acerca de este amor y nos ha hecho sentir su realidad de forma más profunda que Jesucristo. Quizás la expresión mayor y más famosa del amor de Dios sea la que encontramos en este mismo evangelio: (Jn 3:16) "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna." Ahora bien, debemos fijarnos en que según este versículo, el amor de Dios se muestra de forma suprema en lo que él ha hecho para salvarnos de perecer. Ha entregado el mayor de todos sus inimaginables dones, su propio Hijo, y lo ha dado para que los pecadores como nosotros podamos ser perdonados y nunca tengamos que sufrir el castigo que merecen nuestros pecados. Esto quiere decir que si Dios en su amor ha hecho algo tan grande, es porque la otra alternativa, la del castigo y perdición eterna, eran igualmente reales y extremadamente graves. Él no murió porque sí, sino para salvarnos del infierno y la condenación eterna. Está fuera de toda duda que Jesús no sólo enseñó acerca del amor de Dios, sino que también nos lo demostró al entregar su propia vida por nosotros. Y fue precisamente él quien con lágrimas nos anunció la realidad del infierno. De hecho, fue él quien más que nadie en toda la Biblia nos ha hablado de este tema. Por lo tanto, podemos deducir con claridad que la ira de Dios no es incompatible con su amor. 6. Los beneficios de reflexionar sobre el tema de la ira de Dios Todas las personas deberíamos reflexionar con más frecuencia sobre la ira de Dios como una perfección de su carácter. Si lo hiciéramos, esto traería grandes beneficios a nuestra vida. En primer lugar, se inculcaría en nosotros el odio que Dios siente hacia el pecado y dejaríamos de considerarlo frívolamente, de excusarlo y de paliar su fealdad. Esto nos ayudaría a apartarnos de él en todas sus formas. Porque si somos honestos, tal vez tengamos que reconocer que nos cuesta aceptar que el pecado provoca la ira de Dios porque en buena medida, el pecado no provoca nuestra propia ira. En segundo lugar, nuestra predicación del evangelio tendría mucha mayor urgencia y sería más seria y precisa. Muchas veces explicamos a los perdidos las grandes bendiciones de Dios sin mostrarles la gravedad de su estado ante la ira de Dios. Al hacerlo así, fácilmente podemos estar dando la impresión de que el pecado no es importante para Dios. Pero lo más grave de todo es que la persona no llegará a apreciar genuinamente lo que a Cristo le ha costado ganar este acceso gratuito a la presencia del Dios santo si primero no entiende la gravedad de su pecado. El hombre no puede gritar "¡Aleluya!" auténticamente sin antes haber exclamado "¡Ay de mí, que soy hombre pecador!". En tercer lugar, considerar que hemos sido librados "de la ira venidera" (1 Ts 1:10) por medio de la muerte de Cristo, nos debería llevar a elevar nuestras almas en una ferviente y renovada alabanza. En cuarto lugar, nuestros corazones se llenarían de un sano temor de Dios. Aunque esta idea resulta extraña a muchos creyentes, veamos cómo lo expresó el autor de Hebreos: (He 12:28-29) "Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor." Notemos que es imposible servirle de una forma agradable a menos que lo hagamos "con temor y reverencia". Y la mejor manera de conseguirlo es recordando a menudo que "nuestro Dios es fuego consumidor". Evidentemente estas nociones resultan extrañas dentro del cristianismo moderno. El tipo de Dios que concebimos en nuestras mentes es alguien flexible, que tolera nuestras ofensas, y que se muestra amable en todos los casos. Pero esta visión de Dios es superficial y peligrosamente inadecuada. El rey David tuvo que aprender esto de una forma muy dolorosa cuando decidió trasladar el arca de Jehová a Jerusalén y la cargó en un carro que era llevado por bueyes. Él y todo el pueblo iban danzando delante de Jehová con toda clase de instrumentos. Fue entonces cuando un sacerdote llamado Uza puso su mano sobre el arca para sujetarla porque los bueyes tropezaban y el furor de Dios se encendió contra él y lo hirió y allí mismo murió (2 S 6:1-11). David había olvidado que Dios es fuego consumidor y que hay que agradarle con temor y reverencia. Unos meses después el rey volvió a intentar llevar nuevamente el arca a Jerusalén, pero en esta ocasión tomo en serio la Palabra de Dios y encargó a los levitas que fueran ellos quienes la transportaran, tal como Dios había mandado (1 Cr 15:2). Tal vez algunos piensen que este fue un incidente del Antiguo Testamento que no tiene nada que ver con nosotros en este tiempo, pero no debemos olvidar que Dios es el mismo ayer, hoy y por los siglos. En quinto lugar, si queremos conocer a Dios, es imprescindible que nos enfrentemos honestamente con el tema de la ira de Dios a pesar de que esté pasado de moda y despierte nuestros prejuicios contra él. Si no lo hacemos, no podremos entender las buenas noticias de la salvación de la ira de Dios, ni la propiciación lograda en la cruz, ni la maravilla del amor redentor de Dios. Tampoco entenderemos la mano de Dios en la historia, y el proceder actual de Dios con los hombres de hoy. El libro de Apocalipsis nos resultará incomprensible de principio a fin. Y si no conocemos a Dios, por mucho que nos esforcemos nuestro servicio no dejará de ser inadecuado.

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